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Cuando a principios de los años noventa empecé a vislumbrar en mis indagaciones la posibilidad espiritual, mis primeras lecturas me llevaron
a un texto de Pablo que reorientó todo mi quehacer intelectual:
“… Los frutos del espíritu son: amor, gracia, paz,
paciencia, gentileza, bondad, fidelidad, humildad,
dominio de sí” (Gal 5,22-23).

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En estos años he comprendido más los potenciales que la Fe contiene: Eleva nuestros recursos cognitivos, porque el Espíritu Santo los ilumina y en la quietud de ese conocimiento se descubren realidades que los laboratorios físicos no pueden ofrecer. La contemplación permite alcanzar realidades que trascienden, gracias a la intimidad y sintonía que se establece entre el espíritu humano y el divino. El conocimiento obtenido que se pone de manifiesto, ya no es fruto de una mera actividad neural, es el contenido de la “inspiración” que motiva el Espíritu Santo; el recurso
cerebral y cognitivo sólo lo pone de manifiesto. Algún neurocientífico católico que admita la inspiración proveniente del Espíritu Santo, seguramente coincidirá conmigo al esforzarme, para darle un término, en denominar este concepto como una “intuición espiritual” por la que la razón humana “percibe” y “manifiesta” un mensaje, un conocimiento que no es fruto de su aprendizaje neuronal. Lo constato cuando muchos de los que viven esta experiencia me dicen: “¡Doctor, jamás pensé en algo similar de manera consciente!” Y puede ser verdad, pues el
“conocimiento” que luego comparten, daría envidia (sana) a los más preparados teólogos, filósofos, literatos y sabios de múltiples ramas de la cultura.

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